Me sentí igual que una mosca
atrapada en ámbar. Solo que la crisálida que me había estado conteniendo
durante siglos, acababa de derrumbarse a mí alrededor.
No era así como me lo había
imaginado.
Sacudí la cabeza, moví lo brazos
y las piernas y di dos pasos titubeantes hacia detrás. Giré sobre mi misma,
caminé de nuevo dos pasos hacia delante y volví a mi posición inicial.
Era muy extraño. Mirara donde
mirara, no veía más que color amarillo. Un cielo amarillo, un aire amarillo, un
suelo amarillo, una hierba amarilla. Incluso mi traje, antes de un color que no
lograba recordar, y mis manos, eran también amarillas. Los tonos eran
diferentes, por supuesto, pero seguían siendo amarillos.
No odiaba ese color, pero me
disgustaba porque era aquel que en el teatro habían asociado con el de la mala
suerte. Y aunque yo era real y no una fugaz representación, me molestaba.
Divisé unas montañas a lo lejos y
pensé que no perdía nada por ir hacia ellas. Además, estaba sedienta. Y allá,
al fondo, justo a sus pies, me parecía distinguir un geiser, una enorme y
violenta columna de agua. Amarilla.
Efectivamente, no me equivoqué.
Había un geiser y también varias piscinas de agua caliente. Si no se enfriaba,
no podría beberla.
Me puse de rodillas y me incliné
hacia delante con las manos formando una especie de cuenco. Pero las abrí y
volteé tan pronto como me vi reflejada en el agua. Yo ya no era yo. Mi piel ya
no era oscura. Ahora yo también era amarilla y mi pelo ya no existía. No tenía
cejas ni pestañas. Mis brazos y mis piernas eran largos y delgados como las
ramas secas de un árbol. El traje se ceñía a mi cuerpo igual que un bañador dos
tallas más pequeño. Se me notaban los abdominales y las costillas. De hecho, mi
caja torácica parecía mucho más amplia. Igual que mis caderas. Y por primera
vez en toda mi vida tenía culo. Un culo que hubiera sido la envidia de muchas
mujeres y que hubiera hecho girarse y silbar a todos los hombres heterosexuales
que me había cruzado en el pasado.
Zumbé. Y seguí mirándome.
Tenía antenas y alas. Unas alas muy
grandes y translucidas, que parecían surcadas por un millar de venas.
Amarillas. Por suerte mis ojos eran normales. Seguían siendo dos. Pero mi nariz
y mi boca ya no estaban. Habían sido sustituidas por un apéndice enrollado, que
cuando se desenrollaba era bastante largo. Por eso no me había dado cuenta
antes. Me recordó, a su manera primitiva, a la trompa de un elefante, incluso a
la lengua de un camaleón.
Entonces oí un montón de
zumbidos, todos iguales pero discordantes, y cerré los ojos. Me llamaban. Kafka
siempre había estado solo, pero yo no.
Era una más del enjambre.
*Escrito originalmente el 12 de Febrero de 2022.
Pues... Primero de todo, reconocer que no he leído a Kafka y no sé de que va su metamorfosis. Y segundo, el oscuro no es un color, es una cualidad (creo), así que me vale jajajaja
**Relato correspondiente a Literup 52 retos-de-escritura-para-2022. Sexta semana, Haz una historia donde el único color que aparezca sea el amarillo.
Comentarios
Publicar un comentario