Era un pueblo pequeño, de esos de
la España vaciada en la que ya solo quedaban un puñado de vecinos y cuatro
casas. Casas grandes eso así, de las que casi parecían caseríos, con sus
gallineros, pajares, gorrineras, establos y leñeras.
Era un chollo, pensó. Entraría de
noche, mientras estuvieran durmiendo, y se llevaría los aparejos para vender el
metal. O mejor, pensó, entraría a media mañana, mientras trabajaban en los
campos y dejaban las casas a solas. Seguro que guardaban el dinero debajo del
colchón.
Estuvo unos días vigilándolos,
vestido como si fuera un guarda forestal, porque allí, en esos sitios, los
desconocidos llamaban demasiado la atención. El disfraz y las gafas fueron de
lo más convincentes y en muy poco tiempo ya se conocía todas sus rutinas. Cuando entraban, cuando salían, cuando se
iban al huerto o subían al pozo para regar.
Cuando llegó el día indicado, el
día de entrar en acción, se paseó por las calles de cemento vasto y se fijó en
que, en todas las puertas traseras, las que daban a los corrales, se podía leer
la misma pintada. Cuidado con el gato, rezaban.
Le entró la risa. Había visto
carteles con cuidado con el perro, pero, ¿cuidado con el gato? Ni que fueran
tigres...
Eligió una al azar, saltó el muro
y cayó al otro lado. A su paso, un puñado de gallinas que correteaban juntas,
salieron espantadas lanzado estridentes cacareos. No les hizo caso, cruzó el
corral y llegó a la casa. Abrió la puerta trasera que, como ya imaginaba, no
estaba cerrada con llave y entró dentro.
Era la típica casa de pueblo. Con
estancias grandes, suelo y paredes de azulejos, muebles viejos y oscuros
pintados con barniz y un montón de tapetes y cojines adornados con un millar de
puntillas. Empezó a registrar habitaciones. La cocina, el baño, el comedor… y
al final se topó con una puerta cerrada, la que, según él, debía dar a la
habitación principal.
Se abrió lentamente, con un
chirrido. Ni se le pasó por la cabeza que aquello fuera un signo de mal agüero,
pues su atención ya estaba puesta en el armario, en las mesitas y en la cama.
Una cama grande, en cuyo centro había un gato dormido, enroscado sobre sí
mismo.
Se le escapó una risa, se acercó
al animal y le dio dos palmadas amistosas sobre el lomo.
Craso error. El animal dio un
respingo y abrió los ojos.
Ni siquiera tuvo tiempo de
gritar, para cuando quiso darse cuenta de que algo pasaba con el gato, este ya
lo estaba fulminando con sus rayos láseres. Unos láseres ambarinos, del mismo
color que aquellos ojos que estaban muy bien cerrados y no deberían haberse
abierto ante aquel que no era su dueño.
Se lo habían avisado. Cuidado con
el gato. Pero él no había hecho caso.
Pues... a este le tenía muchas ganas. Sabía lo que quería escribir desde la primera vez que lo leí, y sin embargo, me he puesto a escribirlo en un momento de medio bloqueo y no, no ha salido tan bien como esperaba, pero es lo que hay.
**Relato correspondiente a Literup 52 retos-de-escritura-para-2021. Quincuagésima segunda semana, Escribe una historia en la que la gente tiene como mascotas gatos que disparan láseres por los ojos.
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