Al llegar a casa se encontró a su
abuela sentada fuera, en la calle, sobre la acera.
—¿Qué haces? —le preguntó.
—¿Las has visto? —pregunto ella a
su vez.
—¿Ver qué?
—Las luces.
Claro, las luces… los vecinos
llevaban días hablando de ellas, las habían visto danzar por el cielo. Pero
ella solo había visto nubes y estrellas.
—No —contestó.
—Siempre aparecen cuando va a
pasar algo —dijo la abuela sin dejar de mirar al cielo—. Si las ves… dales las
gracias.
—Por supuesto, abu —contestó
antes de entrar en la casa sonriendo y pensando que aquello solo podían ser
cosas de ancianos supersticiosos.
Pero su abuela se quedó allí.
Porque ella sabía qué hacía cerca de treinta años, cuando Manolo el de la tía
Asunción, regresaba al pueblo, y Cándido el velludo salía de este, habían
visto en el cielo las luces. Cada uno desde su lado de la carretera. Dos
ráfagas blancas que cruzaron el cielo por encima de los árboles del monte,
rápidas como centellas y que se quedaron brillando unos segundos delante de sus
coches, encima de sus cabezas, para desaparecer segundos después con la misma
rapidez con la que habían aparecido.
Aquella misma noche, en el punto medio entre
ambos, hubo un derrumbamiento que dejó la carretera incomunicada por cerca de
una semana.
Pero eso no era todo, porque
sesenta años atrás, cuando ella era tan joven como su nieta y la carretera
todavía no existía, también las había visto.
Tenía dieciocho años y sus padres
la mandaron al pueblo de al lado a pagar la contribución de las tierras. Se
montó en su borrica, dejó atrás la ermita y los campos de trigo y se fue por el
camino del barranco. Llegó bien pasada la mañana y esperó porque el hombre no
estaba en su puesto. Pagó, salió de allí a media tarde y la pilló una tormenta
que la obligó a refugiarse en una cueva cercana. Cuando dejó de llover el sol
ya se había escondido por el horizonte y la luna brillaba en el cielo, guiando
sus pasos. Ya no muy lejos de casa, una sombra salió repentinamente a su
encuentro desde un trigal cerrándole el paso. Era un desconocido, con barba y
harapiento. Llevaba un cuchillo en la mano y la obligó a bajarse de la burra.
Pensó que querría robársela, pero no, lo que quería era otra cosa. Apuntándola
con el cuchillo la guío hasta el campo de trigo del que había salido, la tiró
al suelo y se le subió encima. Y fue entonces cuando las vio. Las luces aparecieron
de la nada, en medio de un silencio pesado y denso. Empezaron a bailar a su
alrededor y se posaron justo encima de ellos, iluminándolos con su blancura
inmaculada. El hombre chilló, ella chilló. Logró zafarse y salir corriendo
hasta la burra, se montó en ella y consiguió llegar a casa sin volverse ni una
sola vez a mirar atrás.
A la mañana siguiente encontraron
al hombre muerto en medio del trigo, fulminado por un rayo. Había abusado de
varias mujeres de las aldeas cercanas y la guardia civil lo andaba buscando.
En cuanto a las luces… ella nunca
dijo nada.
*Escrito originalmente el 21 de Mayo de 2021.
Pues... este me gusta especialmente porque está basado en historias que me han contado. En luces que han sido vistas y calladas por temor a que a uno le llamen loco. En historias de niños que iban en burra de un pueblo a otro por caminos de montaña. En tormentas repentinas y hombres desaliñados (no necesariamente malvados). Esta historia está dedicada a todos aquellos que crecieron (crecen) y vivieron (viven) en el medio rural, en un pueblo.
**Relato correspondiente a Literup 52 retos-de-escritura-para-2021. Vigésimo primera semana, Haz un cuento de ciencia ficción rural.
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